lunes, 23 de septiembre de 2013

CAPÍTULO 73: LA MAGIA DE LAS CATARATAS DE IGUAZÚ: SIGUIENDO LA RUTA QUETZAL

El día no parecía acompañar demasiado, las nubes de tormenta asomaban en el horizonte mientras el viento comenzaba a soplar cálido y fuerte como el principio de un ciclón. Las ventanas comenzaron a batirse mientras cenábamos y nosotras sólo podíamos pensar que nos esperaba un viaje de 8 horas de noche, camino a Iguazú.
Las hermanas le pedían a San Martín que barriera sus nubes hacia el Chaco Central donde hace tanta falta el agua como el alimento, pero pronto, comenzaron a caer las primeras gotas mientras el cielo se iluminaba a ritmo de sonoros tambores.
Desde pequeña, cuando vi un documental sobre la ruta Quetzal, siempre he dicho que me casaría en las cataratas del Iguazú. Mañana, no tan lejos de ese sueño, voy a verlas por primera vez en mi vida.
Llegamos a la terminal con la cautela y el tiempo propios de la hermana Esperanza, que hasta que no nos metimos en el autobús, no se quedó tranquila. Es una mujer que hace tanto y quiere hacer más todavía, que la vida a su lado sucede a otro ritmo. Nos parecemos bastante en ese sentido. Ella siempre piensa que las cosas son posibles si se trabaja por ellas, que no hay que dejarle margen a la suerte más allá de sus oraciones y que más vale ahora que mañana.

Me siento como en una excursión con la escuela, pero es raro, porque ahora las que antes eran mis cuidadoras son mis compañeras de viaje. Es curioso que en un autobús de dos pisos, a las que más se nos oía era a nosotras: cantamos, reímos y hasta jugué a probarme el velo para ver cómo me quedaba. 
La hermana María colocó su velo por delante de los ojos a modo de pañuelo y las demás se lo quitaron para dormir a gusto. Entonces me di cuenta que detrás de cada velo había una mujer que si bien antes ya conocía, ahora era más evidente. Me las imaginaba vistiendo de calle, luciendo modelitos o paseando por qué no en una vida paralela con sus hijos y sus maridos por el parque. 
Mucho hemos hablado en este viaje sobre sus vidas, sobre si no han pensado en elegir otros caminos, sobre la maternidad y el amor terrenal. Ahora que ya me voy es más fácil hacer preguntas, es más fácil tener largas conversaciones sobre la vida y sus misterios, porque ahora ya no son personas que me interesan desde un punto de vista periodístico por lo peculiar de haber elegido un tipo de vida tan poco común y entendido; sino porque ahora, son más que cualquier otra cosa, mis amigas.
Parece increíble que esté diciendo esto (pensarán algunos), pero yo pienso ¿y por qué no?. Podemos tener amigos albañiles, ingenieros, prostitutas, ¿pero no monjas?. Mi madre siempre me enseñó que lo importante de una persona no es su físico o su profesión, el dinero que tenga o las influencias, sino su interior; si es buena persona,no se necesitan más explicaciones. 
Bueno pues andábamos las chicas y yo de pijamada en el autobús con risas por aquí por allá, compartiendo galletitas, haciéndonos fotos hasta que en un momento de la noche (no recuerdo muy bien cual), el ruido de la lluvia en los cristales y la comodidad de los asientos reclinables nos vencieron y sucumbimos a un profundo sueño que duró 7 horas.
Cerca de las 7 de la mañana llegamos a Ciudad del Este, última ciudad paraguaya en la frontera con Brasil. Allí, los trámites de la aduana nos hicieron bajar del autobús y pude contemplar como aquella ciudad era ya un moderno icono del primer mundo, muy lejos de los paisajes de pobreza del Chaco y el interior del país: pantallas luminosas, centros comerciales, tiendas y edificios modernos y altos...
Era domingo y estaba saliendo el sol, en ese momento, éramos las únicas habitantes de sus calles. Al otro lado, Brasil, con su verde y su bandera ondeando al viento anunciándose desde la lejanía: en pocos minutos estaría en otro país de nuevo, otra lengua, otra moneda...y sólo por cruzar un puente.
El río Paraná se veía hermoso con las luces del alba, la oscuridad de la noche se peleaba en el reflejo del agua con los primeros colores de la mañana. En el medio una isla, como un cerro verde y esplendoroso, parecía un trozo de selva que flotaba en el río: frondosa, impenetrable...desde lejos parecía el escondite perfecto para un pirata. 
Bajamos de nuevo en la aduana cuando pasamos el puente, ahora sí, Brasil, aquí me tienes; a punto de cumplir un sueño de la infancia bajo tu bandera. El viento de la tormenta aún se sentía y agitaba con fuerza la inmensa bandera brasileira empapada por la lluvia. Estábamos ya en Foz do Iguaçú a dos autobuses de distancia de mis queridas cataratas.
Después de un buen desayuno en la terminal, por cierto no esperéis desayunar algo dulce si no lo buscáis bien porque la costumbre, al menos en la parte en la que estuvimos, es meterte algún tipo frito como la empanada entre pecho y espalda a golpe de 8 de la mañana.
El café me hizo volver a la realidad y mentalizarme ahora sí, de que ya estábamos cada vez más cerca. En apenas una hora como mucho, vería de cerca y si el tiempo me lo permitía, el paraíso natural con el que soñaba de niña.
Dos autobuses más tarde y un par de anécdotas después, llegamos a la entrada del parque. Allí una vez comprado el boleto (que varía de precio según el país del que procedas) nos subimos a un autobús panorámico que lleva desde el principio del parque al sendero turístico de las cataratas que se hace a pie.
Yo me atrevía a ir arriba, sin cristales, sintiendo con mi recién adquirido chubasquero, el agua en mi cara azotando cada vez más intensamente: la mala suerte me persigue, así que me voy al otro lado del mundo dos meses y justo el único día que voy a hacer turismo, llueve.
Pero el recorrido aún así era hermoso, los árboles y el bosque eran tan frondoso que apenas se veía un palmo más allá del asfalto. Enredaderas verdes cubrían los troncos de los árboles y los pájaros volaban de copa en copa como si estuvieran en el paraíso.
Fin de trayecto, paseo de las cataratas. Bajamos del autobús con el tiempo justo de inmortalizar con mi cámara el momento y echar a andar de nuevo. El tiempo apremia cuando una tormenta se avecina.
Descendimos por la ladera de la montaña siguiendo el sendero turístico sin ver nada más que bosque. De pronto tras una curva las vi a lo lejos. Me quedé sin palabras. Enormes torrentes de agua blanca y espuma que descendían con la fuerza de mil impulsos hacia el vacío. Una humedad intensa me hizo pensar que estaba lloviendo,pero no, era el agua en suspensión que se alzaba en el cielo por encima de nuestras cabezas al chocar bruscamente contra el río. Aunque todavía estaban lejos, no había lugar a la redonda que se escapara de su sonora presencia y de esa cortina de agua que levantaban en el aire.
Nos paramos en la primera vista panorámica, enmudecidas por lo que teníamos delante sólo pude señalar a la cámara para que alguien nos sacara una foto. Haciendo la foto estábamos cuando un Quatí se acercó a mi mochila para buscar comida. ¡Más lindo! libre, suelto, corriendo entre los turistas pero sin asustarse, es más, se acercaba a la gente como pidiéndoles algo de comer. Me fijé bien y descubrí al menos diez entre los arbustos y correteando en la esplanada, con sus patitas, con ese andar tan gracioso y ese hocico respingón...


Seguimos ladera abajo, cada vez más ruido, más agua, más belleza en el más puro estilo de la naturaleza.
Cada mirador era una sorpresa, un descubrimiento de una columna de agua nueva, de un río que salía entre los árboles o de los barcos de turistas que se acercaban a la caída del agua peligrosamente.
El color grisáceo del cielo se fundía con el color del agua y la tormenta había teñido de marrón algunas cascadas, el efecto era como una gran cascada de chocolate y nata que caía sobre el río para desaparecer entre el remanso.

En mitad del paseo, unas nubes azules muy oscuras invadieron el cielo, ahora el contraste con el agua blanca y la espuma era evidente. Aproveché para hacer todas las fotografías posibles pero cuando estábamos llegando al paso a nivel para bajar a la rompiente de las cataratas, la lluvia comenzó a caer como el monzón y no había chubasquero en el mundo que cubriera mi mochila, la cámara y mi persona al mismo tiempo. Arriesgué la cámara varias veces dejándola a merced de la intemperie, hasta que, por momentos dejó de funcionar. La pequeña GO-PRO que con tanto esfuerzo compré, se descargó sin haberla siquiera utilizado y fue tan inútil como un bolígrafo sin tinta para un escritor...
Esperamos casi media hora en la tienda de regalos esperando que San Martín barriera las nubes (como dice la Hermana María), pero no llegó a descampar cuando volvimos a la pasarela, ahora para acercarnos lo más posible a la caída del agua. Entre el paraguas, el chubasquero y las bolsas que le había puesto a las cámaras para intentar que se mojaran lo menos posible, creo que parecía más un deshecho gigante que una persona.
El cordón que ajusta la capucha se me debió enganchar y se me fue deshaciendo y enrollando por la cámara, el cuello y todo aquel que se acercaba. La hermana Gloria cada vez que me veía se reía porque toda yo era un casino (como se dice en Italia). Aún así no me resignaba a tratar de inmortalizar ese momento que había imaginado desde que era pequeña. 
Empapada como un pito, mojada desde los pies a la cabeza pero feliz saliendo por la pasarela casi a rastras porque no quería irme de allí. Yo creo que ninguna queríamos. A pesar de la lluvia era un paisaje tan único que te imnotizaba: las cascadas y las formas que dibujaba el agua al caer, ese ensordecedor sonido que parecía venir desde las entrañas de la tierra y esa extraña sensación de tener los pies pegados con cola al suelo...
No vimos el sol ni por un instante, hoy me he levantado con un resfriado de los de quedarse en cama varios días, pero no hubiera cambiado lo que viví ayer por nada del mundo.Lugares así te recuerdan que la verdadera belleza de la vida está en cosas que nada dependen de los hombres, sólo de la naturaleza y del increíble curso del planeta.





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