Hoy ha sido el primer día que he estado en el comedor en el
que las hermanas de San José de Cluny atienden, dan cobijo, alimento y la
formación que pueden a los más de 120 niños que entran y salen de sus puertas. Después
del desayuno, unas colaboradoras les han explicado a los niños cómo tratarse
contra los piojos. Muchos de ellos los tienen y todos los han tenido (en ese
sentido no hay diferencia con los colegios españoles), pero lo que preocupa
realmente es que muchos de ellos se niegan a tratarse por desconocimiento o
incluso por falta de medios. Una pequeña me contaba que una amiga suya tenía
tantos que se le estaba cayendo el pelo (pobre criatura). ¡Qué importante es la
información y qué poco valor le damos los que la tenemos a diario!.
Después de los juegos y la catequesis, llega la
hora de la comida. ¡Cómo corren hacia las mesas! Se ven las caritas de
felicidad ya que el frío (aquí es pleno invierno) convierte una mañana de
juegos en el patio, en una verdadera nevera gigante. Uno de los chicos va en chanclas, está
lloviendo pero insiste que no tiene frío; la Hermana Ester me cuenta que ellas
les han dado en varias ocasiones calcetines, pero que los venden o los pierden
(creo que la desesperación humana no tiene límites). Cacerola tras cacerola el
guiso de arroz, carne y frijoles se acaba, repiten, se sacian y como es el día
del Divino Niño el postre es especial: galletas oreo, leche con jugo de banana
y unos dulces! Todo un manjar que sin duda disfrutan mientras se ríen. Pero es
increíble cómo todo lo que empieza acaba y con qué rapidez se sincronizan por
turnos escritos en la pizarra para recoger los platos, lavar las cacerolas y
limpiar el suelo hasta que todo queda como hace media hora cuando los bancos de
madera aún estaban encima de las mesas. Veo a este chaval frotar esa inmensas
cacerola en un grifo bajo la humedad de la poalla y me acuerdo de cuantas veces
me quejé por meter los platos en el lavavajillas. Lección de humildad de postre
para mí.
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