A las 12:50, la hermana Rafaela y yo, nos levantamos
apresuradamente de la mesa para ir hacia la escuela. Sobre esa hora, los niños
antes de entrar en clase, forman filas y delante de la bandera del Paraguay
saludan a los profesores, rezan y cantan para empezar el turno de tarde. En
este turno están los más pequeños (jardín de infancia 3 años) y los mayores.
Rectos y uniformados de granate y blanco son dirigidos en este ritual por un
par de niñas de los cursos superiores que se rotan por semanas: parecen
pequeñas profesoras. Con voz firme y delicada ordenan a los chiquitos y éstos
les obedecen con la ayuda de la hermana y de las profesoras.
Lo más bonito
llega al final, cuando los más pequeños se ofrecen cada día para cantar
canciones que han aprendido: una canción sobre una hormiguita sale de esas
pequeñas bocas de forma casi ininteligible. Aplauden, ríen y disfrutan antes de
comenzar la rutina de las clases.
Comienzo visitando el jardín de infancia; allí los niños desde
2 añitos están sentados en pequeñas sillitas de madera que llevan sus nombres.
Fiorella, una de las más obedientes, levanta su silla que en sus bracitos
parece de hierro y la transporta para colocarse al lado de su compañero. Iván,
otro de los niños, aprovecha que tiene un vaso de plástico en su mano para
pegarle a su compañero y ver cómo suena (xd). Me sorprende conocer a un vasco
entre el grupo, si sí habéis leído bien
un niño nacido en Bilbo de madre Paraguaya que regresó con su familia hace 8
meses y le encanta correr por el campo. De pelo largo y rizado, me recuerda
sentado en esa pequeña silla de madera a un bailaor.
Recorro también las clases de los de 1er ciclo 6,7 y 8
añitos que están bien atentos a mi visita. Cuando paso a ver a los mayores me
los encuentro trabajando en salud, por grupos preparan y ensayan los argumentos
que tendrán que exponer más tarde a sus compañeros: ¡CARÓTIDA! escucho de
repente, queda confirmado que trabajan duro incluso con el profesor fuera del
aula. Conozco a uno de los profesores que es curiosamente compañero de oficio y
locutor en la radio local. Me invita a acercarme cuando quiera y yo encantada
reconozco que echo de menos moverme entre las bambalinas de un locutorio.
Pero la mejor de las visitas, sin duda, la que hice a los
niños de educación especial que tienen un aula en el centro parroquial dado el
poco espacio que queda en el colegio. Colores vivos en las paredes, pizarras y
pinturas sobre la mesa son la carta de presentación para Juan Manuel de 20 años
con una grave deficiencia visual y para Ninfa una extrovertida joven con
síndrome de Down de 26 años que se convierte esa tarde en el amor de mi vida.
Es increíble la cantidad de cosas de las que te enamoras en este tipo de
experiencias.
La profe, que es verdaderamente encantadora , los anima a
que se presenten, me enseñen sus dibujos y entren en conversación. Roto el
hielo llega una tercer alumna: Estela, que más tímida pero muy activa, se une
al grupo.
No me puedo creer a Ninfa, se levanta, se pone delante mío y
me canta el cumpleaños feliz ¡Es una artista!, me emociono cuando me canta la
canción de Los pollitos dicen pío pío pío
con ese tono tan amoroso....Me muero de la risa finalmente cuando la veo
bailando el Gangna Style y acabamos todos montando una improvisada discoteca.
¡No paran un segundo, tienen una energía desbordante! Yo acabo agotada por el
baile y el exceso de mandioca pasa factura a mis pronunciadas cartucheras, pero
ella sigue infatigable, imbatible inventando cada paso del baile. Al acabar nos
abrazamos en uno de los momentos más bonitos que he tenido el placer de vivir
desde que llegué, GRACIAS A ESTOS NIÑOS LA VIDA TIENE MÁS SENTIDO DE REPENTE.
La noche llegó pronto y la temprana cena trajo consigo un
cansancio poco habitual, a las 8:30 me despedí de las hermanas y caí rendida en
la cama.
El despertador sonó a las 06:15, las sábanas se me pegaron y
apuré para llegar al desayuno. Tras el pan, la mantequilla y el bizcocho llegó
la hora de la matanza. Mis tripas empezaron a revolverse cuando me dijeron que
matarían un gallo para comer. Pensé en no participar de la macabra masacre,
pero luego me dije: ¿Y si tienes que ver
un parto?. Pensé inmediatamente que me haría más fuerte aguantar la
experiencia y acompañé a la hermana Rafaela que llevó a cabo el ritual.
Cuando uno ve un filete en la mesa no piensa inmediatamente
en el animal siendo cortado en pedazos, pero es , sinceramente una experiencia
que te hace comprender realmente a los vegetarianos. Como buena gallega, la
crianza y al matanza están ligadas a mi cultura pero aún así no es plato de
buen gusto.
Hay algo entre gore, metafórico y poético en algún sentido,
ver a una hermana, una monja, con el anillo de
la consagración manchado de sangre y cortando el cuello de un animal vivo en
una sangrienta carnicería. Aviso que la próxima descripción no es apta para
sensibles. Después de ser capturado por la hermana Cecili que no se queda a ver
el sacrificio, la hermana Rafaela ata las patas del gallo con una impoluta
servilleta blanca. Lo miro a los ojos por última vez en vida y rezo para que no
sufra como parece. Una mano fuerte en el cuello y el gallo se va asfixiando y
atontando. Primero un corte en la parte superior del cuello para que se
desangre y acabe de morir. Su cuerpo aún sufre de espasmos cuando la hermana lo
pone boca abajo en el cubo. La sangre corre por el caldero que hasta hace poco
era blanco. Una última sacudida y pierde el conocimiento, apenas ha tardado un
minuto en morir. La hermana lo mete en el caldero y lo riega con agua hirviendo
para que sea más fácil quitarle las plumas, un vapor caliente comienza a nublar
mi objetivo, comprendo entonces que me espera lo peor. Pluma por pluma el gallo se queda desnudo y
comienza el despiece.
Doy gracias al
cielo por no vomitar encima del cubo porque habría que sacrificar a otro pero a
través del objetivo, asumo con valor lo que me espera. Un machete, un chuchillo
y una cacerola serán los maestros de
ceremonia. Con mucha maña y temple la hermana corta las patas, las uñas (la
impresión es grande cuando un machete desciende veloz sobre las uñas y el golpe
seco desprende los huesos al chocar con la madera) Siento un ligero ardor que
sube a mi boca, y un estremecimiento en mis dedos que parece que sufren en
solidaridad.
Adiós a la cabeza y ya se me hace más fácil por la costumbre de la
carnicería. Una a una separa las vísceras mientras me explica los diferentes
usos que le darán. La sangre y el agua caliente con los restos internos del
animal tienen un olor a muerte que se pega en cada parte de la garganta cuando
respiras. Me pregunto si los reporteros de guerra tendrán ésta sensación. Es
sólo un gallo y no me imagino cuán duro debe ser verlo en una persona, en un
niño...
Vuelvo a la ceremonia y la
hermana ,como en una clase de biología, me muestra cada órgano, lo que a
comido, lo que comeremos nosotras y así el corazón, las vísceras, los
intestinos y finalmente los pulmones se desprenden del animal bajo la atenta
mirada de un gato que se relame.
Los últimos pelitos son quemados y desde mi
cámara descubro el mismísimo infierno, una imagen del gallo cabeza a bajo a
punto de consumirse por el fuego.
Muerte para unos, alimento para otros. Hoy me costará un
poco más probar bocado. Pero estas experiencias te preparan y acercan a la
muerte en la más cruel de sus realidades, no siempre se pueden fotografiar
mariposas...
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