En
el autobús un hombre se me acerca. Casi llegando a mi destino y sin conocerlo
de nada, me dice que me debo bajar en la parada próxima con él. Le pido
referencias y finalmente un instinto me lleva a fiarme, o todo sale bien, o
esto es el final. Extranjera, con maletas y cachibaches electrónicos en el km
280 de la ruta transchaco. Nada a la derecha, nada a la izquierda, sólo
oscuridad y penumbra mientras los grillos susurran. Por suerte era cierta su
historia: es un oblato y una voluntaria que se dirigen al igual que yo al
colegio-internado San Isidro de los hermanos de La Salle y las monjas de San
José de Cluny.
En
plena noche nos quedamos en medio de una carretera casi sin nombre, esperando
ver en el horizonte unos faros que nos recojan y nos lleven a algún lugar
seguro. A los diez minutos, aparece un jeep, levantando polvo desde un camino
de tierra; resulta que nos habíamos bajado en otro lugar diferente al que
deberíamos haberlo hecho, de ahí el retraso. Entre risas y anécdotas del viaje,
nos dirigimos, unos 2 kms hacia adentro de la ruta, hasta encontrarnos con el
letrero que nos indica que ya hemos llegado.
No
es un colegio al uso, sino que parece un terreno gigante en el que decenas de
construcciones de un piso nos reciben. El oblato que me acompaña y la
voluntaria se bajan primero, eso ya me hace pensar que esto es grande.
Unos
metros más adelante nuestro coche nos deja en la puerta de una casa de un tono
verde-azulado muy entrañable y un perro de bellos colores nos recibe en la
puerta. La hermana Raquel, quien salió a nuestro encuentro con el jeep, me guía
al interior de la casa donde me encuentro con el resto: la hermana Vicenta, la
hermana Valentina y mi querida hermana Eulalia. Ella fue de las primeras que
conocí a mi llegada a Asunción y el hecho de que se llame como yo y vengamos
ambas de Galicia, la convierte inmediatamente en mi abuela postiza. Es dulce y
cariñosa, entrañable y fuerte a pesar de los años.
Con
la hermana Vicenta, hacemos un mini tour por la cocina, el comedor y los
edificios encontrándonos a cada paso con más cabezas pequeñas en perfecta
coordinación para el turno de cena. Ya sea llevando ollas con comida,
preparando las mesas o esperando que toque la campana, me sorprende ver como
las niñas que me encuentro están tan bien organizadas. "Aquí desde que
llegan, ya les enseñamos unas tareas. Colaborar entre todos es la clave, sino
sería un caos" comenta la hermana Vicenta.
Se
sorprenden al verme y algunas tímidamente se acercan a preguntarme mi nombre,
increíble como en cuanto te ven ya te abrazan. No dejo de pensar cuánto
extrañarán sus casas, sus padres y qué difícil debe ser la distancia cuando es
impuesta. Estas niñas y niños, casi 300 entre varones y mujeres, son hijos de
los trabajadores de las granjas del Chaco, aquí conocidas como estancias.
Las
estancias son latifundios en los que los trabajadores viven con sus familias y
se encargan del terreno, el ganado o de servir a los dueños. Dentro de las
estancias no hay escuelas, lo que fuerza a estos niños a salir de sus vidas
para poder formarse. Esa es la razón por la que hay varios internados en estas
zonas.
Las
ciudades grandes están lejos y los trabajadores no se pueden permitir ni por
tiempo ni por medios llevar a sus hijos y traerlos cada día a las lejanas
escuelas, por eso, los dejan en internados como este de San Isidro, dónde los
recogen 15 días en las vacaciones de invierno y casi 3 meses en verano. Así
desde los 6 hasta los 16,17 o 18 años, estudian, comen, viven y en definitiva
crecen aquí.
Me
sorprende la cocina, no había visto jamás algo como esto: una estructura de
hierro con dos grandes ollas dentro de la estructura y bajo éstas, carbón
incandescente casi las 24 horas para preparar en magnitudes de 30 litros, el
desayuno, la comida y la cena de pequeños, profesores, voluntarios y religiosos
que aquí conviven. En total, cerca de 400 personas. Mirta, la cocinera, remueve
con un palo largo la cena mientras recogemos comida suficiente para nosotras en
un caldero. Sigo sorprendida por el tamaño de las cacerolas.
De vuelta a casa me detengo en el salón, una foto del recuerdo de otros voluntarios españoles que conozco de oídas. Agosto de 2012 es lo único que pone en el pie de foto; pienso en qué rápidamente nos convertimos en recuerdos; en cómo de diferentes serán sus vidas un año más tarde de vivir aquí. Si en España se habrán dejado llevar por la penumbra de la crisis o si seguirán con estos 300 en el corazón...Reconozco a Pablo, uno de los voluntarios que varias veces me ha dicho cuánto desearía volver, estar ahora mismo viendo su foto desde donde yo estoy, desde el km 280 de la ruta transchaco y volver así a este campamento de verano gigante. Pablo, los niños no os olvidan, quédate tranquilo :)
Pronto
me quedo dormida, esperando que llegue pronto la mañana para conocer a los
pequeños.
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