domingo, 25 de agosto de 2013

CAPÍTULO 46: LA ESPECIE DE ACERO: LOS INDÍGENAS



Ayer Doña Antonia, una de las mujeres que viene al rezo de los jueves, me dijo sin yo conocerla de nada : "Mañana te vengo a buscar y nos vamos en moto a conocer el Silo". Aunque no  sabía casi ni su nombre, la propuesta parecía muchísimo más atractiva que quedarme en casa. Realmente me apetecía salir, conocer el pueblo más allá de las dos calles por las que siempre me movía y sobretodo....¡ir en moto!
A la una en punto de la tarde siguiente llamaron a la puerta, era Ña Antonia y tras los saludos (que eran casi presentaciones) me subí de paquete y comenzó la aventura. Sin casco ninguno (aquí es más raro que alguien lo use), nos adentramos por la ruta principal con la que llegué a Capi´Ibary hace casi una semana, y nos dirigimos hacia el horizonte. Antonia, madre soltera con cuatro hijas, es funcionaria en el Ministerio de Obras Públicas por las mañanas y vendedora de electrodomésticos a domicilio por las tardes. Nos vamos conociendo mejor por el camino en dirección al silo Santa Catalina donde desde donde se trata y distribuye buena parte del maíz de la región. Entramos en las instalaciones del Silo como Pedro por su casa, los empleados y familias viven en el mismo recinto en casas cedidas pro el dueño del Silo mientras dure su trabajo. El aire está cargado de polvo y maíz que te rasca los ojos y la garganta. El perro de la familia a la que visitamos tenía un quiste en el ojo que aunque no soy médico no me extrañaría que estuviera relacionado con la densa polvareda.
"Realmente en el Silo quiere trabajar todo el mundo: sueldos altos, casa incluida, gastos pagados y una gran atención por parte del dueño" me cuenta Antonia. Mientras nos alejamos de la gran estructura cilíndrica, me imagino cómo debe ser para un niño la vida en el Silo. Creo que muchos de pequeños tuvimos la fantasía de vivir en una fábrica: el misterio, las máquinas, los ruidos, los camiones y todo el bosque que la rodeaba parecía un inmenso campo de juego.
Acompaño a Ña Antonia en su ruta de trabajo por la tarde, entregando documentos y cobrando (con suerte) electrodomésticos entregados.
Cuando acabamos, me dice "¿Quieres conocer a los indígenas?" Mis ojos se iluminan de repente y me siento viva de nuevo: ¿Indígenas, guaraníes, aquí al lado?
¡Dios mío, ya estamos tardando!
La moto sirve de guía y una visión del paisaje de casi 360 grados, me permite disfrutar de los arroyos, las tierras rojas, los cerros y la vegetación. Por momentos dudo si estoy en España, ya que algunas zonas de estepa y otras de forndosos bosques, se asemejan demasiado. Esa sensación de estar en casa, se disipa cuando nos cruzamos con las gentes: esos rasgos tan característicos y cada vez más aborígenes me hace pensar que estamos cerca.

La primera parada fue en un puesto de artesanía en la carretera; bueno, puesto no exactamente, una serpiente y otra figura talladas en madera clara junto con algunas macetas echas de raíces de plantas y tierra, muy típicas de los indígenas y colocadas sobre un madero y el propio suelo. Al vernos, un par de niños que jugaban a lo lejos vigilando con celo su puesto, salen corriendo a nuestro encuentro. No dejo de hacerles fotos, son realmente preciosos: ella con dos simpáticos moños, de pelo moreno y mechones rebeldes, con una preciosa sonrisa de dientes pequeños y separados y marcas en las mejillas, me hace recordar demasiado a la imagen de Pipi Calzaslargas. Su vestido y un gran osito de peluche algo manido que agarra con fuera, completan la idílica estampa. En brazos de su madre llega el pequeño de los hermanos, un niño precioso con cara de desconfianza y rasgos asiáticos que parece mirarnos con recelo. Aunque las manualidades son baratísimas (10.000 guaraníes=1,6 euros aprox) pesan demasiado para llevármelas de regreso a España y con la misma, nos alejamos mientras Pipi Calzarlargas no deja de saludarnos con su pequeña manita.

La siguiente parada es ya en una comunidad indígena, en un poblado. Las casas de madera y los techos de paja seca o rama son lo primero que vemos.
La ONG Un Techo para Mi País, que se dedica  a hacer casas de madera (estilo prefabricadas ) para las gentes más humildes, ha llegado hasta los indígenas y muchos ya no conservan sus construcciones típicas, pero por suerte éstos sí.

Apenas 10 casas una pegada a la otra, de reducido tamaño y en la ribera de un camino que conduce al interior de la montaña. Un niño que disfruta de lo que queda en su plato mientras los pollitos de al rededor, disfrutan de las migajas a sus pies.

A la derecha vemos a las gentes: un hombre de buena apariencia pero mayor viste una americana que le queda visiblemente grande y unos pantalones vaqueros. Si lo vemos de espaldas lo confundiríamos con un moderno joven , pero en realidad es ya abuelo.
Al vernos, en seguida los niños que nos encontramos se esconden y se ríen por vergüenza: la visita de lso extranjeros no es nada frecuente por estos parajes.
Ña Antonia me introduce en guaraní y el hombre nos ofrece su propio asiento: ¿una periodista y de España? un honor y acontecimiento para ellos.
A pesar del frío que sentía en la moto y que el termómetro marcaba 8 grados, aquí era distinto. Una especie de microclima se cernía sobre el lugar y las gentes, la tierra roja como el fuego parecía conservar el calor del día y las brasas y hogueras de las cocinas de paja hacían de toda la comunidad, un lugar tranquilo y acogedor que me producía cierta añoranza.
Una preciosa maternidad dándole leche a la más pequeña, me conmueve. A mi al rededor sonrisas que se esconden tras las rudimentarias construcciones, niñas hermosas que se extrañan al no esperar mi vista. Una de las mayores, se atreve a decirme su nombre: Natividad. Ojos grandes y saltones muy despiertos que me hacen pensar en la inteligencia y sabiduría de estas gentes de antaño "Son más inteligentes que nosotros" afirma Ña Antonia.
De vuelta a la carretera hacia otra comunidad, vemos que cada una tiene su escuela de materiales y bien construida, pero me sorprende descubrir que en todas, los baños parecen abandonados "Les instalan baños con agua corriente y baldosa, sanitarios y muy limpios, pero ellos acaban volviendo al monte y los baños se abandonan y pierden por falta de cuidados" cada frase de este tipo, me acerca algo más a mis conclusiones y es que no es el que nosotros veamos que el mundo debe ser de una forma, que sea una visión cierta ni universal. Ellos con sus costumbres, se encuentran más cómodos y felices siguiendo tradiciones ancestrales, que usando las moderneces de la evolución de forma impuesta.

Seguimos un camino pegado a la escuela en el que nos encontramos a dos pequeños: uno, casi un bebé, subido a un bidón a modo de camión de juegos y con la cara tan sucia que desde lejos parecería lepra. El otro, algo mayor, sonríe ante nuestra llegada y continúa jugando.
Pocos metros más nos adentramos en el bosque cuando ya asoman el mismo tipo de construcciones del poblado anterior.  Entre las casas, un árbol que da cobijo y sombra a muchos niños y niñas de diferentes edades que se arremolinan en juegos en torno a Ña Juana, amiga de Antonia y vendedora de remedios para el mate y tereré. 

Ahora sí me siento como un fotógrafo del National Geographic (no por la calidad de mis fotos), en medio de un auténtico poblado indígena, sus ropas típicas, su desnudez y sus tradiciones que nada tiene que ver con la realidad que ocurre a escasos metros hacia la carretera. Doña Juana habla en guaraní con Antonia que me va traduciendo poco de lo que se comenta a gran velocidad; en estos casos la impotencia se hace fuerte ante la imposibilidad de saber, de conocer de primera mano lo que se comenta, de mantener una conversación sin intermediarios.
El guaraní es una lengua bella, de palabras y sonidos nasales y guturales y difícil de aprender. No es romance, en nada se asemeja al castellano ni otro idioma parecido y auqne ellos me entienden a mi, yo no les entiendo a ellos.
Me cuenta Antonia que Juana es la "médico" de la comunidad y su marido Don Aurelio González, el sacerdote. Rodeados de pequeños me imagino cómo en esas condiciones de humildad habrán llegado al mundo. Hijos, nietos y ya bisnietos por doquier que desnudos de pies a cabeza parecen inmunes al frío de esta tarde de invierno. Se vuelve a repetir la escena anterior, el microclima que rodea a esta comunidad y que acuna con calor a cuantos viven en ella. 

Una imagen que me choca y espanta al mismo tiempo, las pequeñas que juegan desnudas, lo hacen entre restos de basura y animales que comen sus desperdicios del suelo. Incluso una de las pequeñas se acerca a un pequeña poza para meter sus manos, la misma de la que el cerdo y el perro están bebiendo.

Sus manos y uñas están completamente negras y no cesa de meterlas en su boca. ¡Estos niños son de acero! Cualquiera de nuestros pequeños o mayores estaría agonizando debido a las infecciones o a una pulmonía severa, sin embargo, sus cuerpos indígenas curtidos por la experiencia de los siglos y la biología que los acompaña, parece hacerlos totalmente inmunes.

Sigo dándole vueltas en mi cabeza a la definición de pobreza, pensando que cualquiera que se acercase por aquí, inmediatamente quedaría horrorizado por la estampa; sin embargo, estos niños ríen, parecen sanos y felices al menos por fuera...
Una de las cosas que más me llama la atención es la falta de agua. Aunque no hay ninguna villa ni pozo, los abuelos y jóvenes beben tereré y mate sin problema. Les pregunto de dónde sacan el agua y una de las chicas (no tendrá más de 19 y ya carga con dos criaturas) se ofrece a llevarnos a un arroyo cercano de dónde sacan el agua y lavan (a duras penas) sus ropas y cuerpos.
Nos disponemos en comitiva a bajar hacia el río y todos los niños se nos unen cerro abajo: Sandra, Mochi, Achipa...

Pasamos por otra de las casas que resulta ser de una de las hijas de Doña Juana y encontramos más de lo mismo, pero esta vez, un hombre que parece el padre de las criaturas comparte la custodia de los pequeños . 
Al parecer en la religión de éstos guaraníes, el padre que embaraza a la mamá, la mantiene con toda clase de atenciones y cuidados hasta el parto, al que a veces ni siquiera se le permite asistir y luego desaparece dejando a las criaturas al cuidado de su madre y abuelos. Ya más tarde, esa mujer podrá repetir el proceso con otro y cuando sea más grande, encontrar a un hombre con el que pasar su vida. No sé qué parte de la historia es cierta, dado que me la contó una niña de Capi´ibary, pero es la única que se me ha contado.
Llegamos al arroyo tras un paseo entre cultivos quemados y senderos sinuosos. Lo hacía más grande, pero sin embargo es un pequeño caño de agua que crea una poza a modo de presa de la que se sirven para recoger agua directamente y lavar sus ropas algo más adelante. El agua, que beben tranquilos sin hervir, proviene directamente del subterráneo y para mí no tiene un color lo suficientemente transparente para dar un trago sin más cuidado.
La joven le lava la cara al niño que encontramos en el camino y parece por fin otro, es realmente un niño hermoso.
De vuelta al poblado, Antonia les explica que soy periodista y nos hacemos algunas fotos que son el mejor recuerdo de esta experiencia; antes de irnos, Doña Juana me dice que quiere que le imprima algunas fotos y se las dé de recuerdo. Quedamos en que las recogerá en casa de las hermanas y nos alejamos de nuevo en la moto mientras niños y grandes mueven sus manos despidiéndose.
En el camino de vuelta, salimos por la escuela de nuevo: hay niños dentro y fuera de clase y la puerta del aula está siempre abierta.
Durante el viaje de regreso en moto, si bien antes pensaba en los paisajes y las construcciones analizando los animales y plantas, ahora voy pensando en qué significa la pobreza.
Cualquier ONG se echaría las manos a la cabeza viendo las cosas que acabo de ver, muchos se escandalizarían pensando en la carencia de estas gentes: desde su vivienda, su comida y su lamentable aspecto físico. Pero me paro y pienso que cada una de las caras que he visto hoy me han devuelto una sonrisa sincera, que pese a todo lo que nosotros, los "privilegiados" del primer mundo pensamos que les falta, ellos son felices o aparentan serlo. 

Ateridas de frío y tiritando volvemos a Capi´ibary donde ya en casa me pongo a pensar en lo calentito que se sentía ese entorno, como si los maderos que los amparaban del frío fueran mejor aislante que el cemento y el ladrillo que me rodea en mi habitación. Rodeada de mantas y envuelta como un paquete me pregunto si ellos tendrán frío y me siento vulnerable y estúpida descubriéndome tan débil que un simple cambio de tiempo me obliga a permanecer inmóvil y tapada hasta las orejas. "Ellos son más fuertes, más inteligentes y mejor adaptados". Pienso entonces que los varemos de primer y tercer mundo deberían ser revisados; que allí donde nosotros tenemos de todo no somos felices aquí, en medio de la nada y rodeados de basura, todo son sonrisas.

pd: No puedo dejar de ver las fotos del viaje, la aparente miseria que reflejan. Mientras, ya en casa de Antonia, me cuenta que ella les ha provisto de lindas ropas y mantas a estas gentes y que no hay caso: las ensucian y se las ponen como sintiéndose así más cómodos. Igual con el calzado, para nosotros pies desnudos y vulnerables a la enfermedad y el frío, para ellos la comodidad más absoluta y el sentir de la naturaleza bajo sus pies.


No hay comentarios:

Publicar un comentario